Cuando san Fernando avanzaba por tierras andaluzas, el rey Abib fue despojado de sus dominios, y hubo de refugiarse en la corte de Granada. Alquiló un palacio y en él guardó sus tesoros. Sin cesar se lamentaba de la pérdida de su reino, y sólo lo consolaba el tener junto a sí a sus amadas hijas, tres hermosas doncellas bellas como la luna del ramadán y blancas como la nieve de la sierra. Nunca salían de palacio y jamás habían visto a ningún hombre. Pasado cierto tiempo, su padre decidió casarlas con tres magnates de la corte granadina, y las princesas aceptaron su proposición.
Y sucedió que una tarde oyeron voces armoniosas, que debían de venir de algunos ocultos mancebos, que decían que nunca se casarían con los propuestos por el rey Abib; se lo aseguraban en nombre de los genios que habitaban el palacio. Cuando todo quedó de nuevo en silencio, las doncellas vieron con asombro, sobre sus regazos, tres preciosas sortijas iguales. Desde entonces, sólo pensaban en cómo serían aquellos jóvenes que permanecían ocultos a sus ojos. Cada una imaginaba que el suyo habría de ser el más arrogante. Si no oían sus voces a la hora acostumbrada, poníanse tristes, sin que sus esclavas lograsen averiguar la causa de aquella melancolía; ni su propio padre pudo hacer nada por saberlo, y, alarmado, se preguntaba qué era lo que había cambiado a sus hijas, antes tan alegres y despreocupadas.
Por fin, una tarde en que las tres princesas estaban sentadas en unos cojines, contemplando sus respectivos anillos, oyeron rumor de pasos. Alzaron los ojos, y ante ellas vieron a tres gallardos caballeros lujosamente ataviados. Admiradas, pusiéronse en pie, y observaron con asombro que los jóvenes traían en sus manos unas sortijas idénticas a las que ellas habían recibido. Uno de los mancebos avanzó hacia la más joven de las princesas, y le dijo que era el genio de las aguas; quería hacerla su esposa y llevarla con él a un maravilloso palacio que tenía bajo las fuentes de los jardines de Granada. La joven aceptó lo que se le proponía. Poco después, otro de los visitantes fue hacia la segunda de las princesas, y se presentó como el genio de los aires; deseaba conducirla a una mansión encantada, sobre los vientos y las nubes, donde vivirían en la mayor felicidad. También aceptó ahora la princesa elegida. El tercer joven se dirigió a la última princesa; era el genio de los jardines, y ponía a su disposición un palacio maravilloso hecho con pétalos de rosa. Cuando las tres princesas aceptaron las proposiciones de los tres genios, éstos, a cambio, dieron a cada una su estrella respectiva, para que, bajo su signo, sus vidas fueran siempre y en todo afortunadas.
Al enterarse el rey Abib de la fuga de sus hijas, mandó que registraran el palacio; mas todo fue inútil: en ninguna parte se encontró el más leve rastro de las princesas.
Cuando la gente supo lo ocurrido, no creyó que aquellos misteriosos raptores fueran genios -como afirmaba una vieja esclava que decía haber presenciado la escena-, sino unos guerreros cristianos que habían logrado burlar la vigilancia de los guardias de palacio.
Transcurrieron siglos. Un buen día fue a vivir en la casa que otrora fuera palacio del rey Abib un hombre de mediana posición, con su familia. Una vez llegó a sus oídos la noticia de que en aquella casa escondió el rey Abib sus tesoros, y desde entonces no cesó de buscarlos por todos los rincones. Levantó ladrillos, horadó muros; pero no logró encontrar nada. Desesperado, decidió vender su alma al diablo si le ayudaba a encontrar el codiciado tesoro. Pocos días más tarde, halló en una habitación de la casa un cofre lleno de monedas de oro. Su alegría no tuvo límites. Se había convertido de pronto en uno de los hombres más ricos de Granada. Mas poco después la familia empezó a notar cambios raros en su carácter; blasfemaba sin ton ni son y siempre quería estar solo. Parecía tener miedo a la compañía de los demás.
Pasó un año, y llegó la Nochebuena. Aquel día el hombre parecía más contento que de costumbre; veía que había pasado un año y el demonio seguía sin cobrar su ayuda. Por la noche salió de sus habitaciones y fue a donde estaba la familia. Empezó a beber vino alegremente, y de pronto le vieron palidecer. Aterrado, retrocedió hacia la pared, mientras hacía ademán de alejar a alguien. Acababa de ver al diablo, que con voz siniestra le pedía su alma a cambio de la ayuda prestada. La familia nada veía y, por lo tanto, no podía comprender lo que le ocurría, y poco después vieron asombrados cómo el hombre caía muerto. A continuación empezó a descomponerse y atribuyeron su muerte al exceso de vino que había bebido. Decidieron enterrarle lo antes posible, y cuando llegaron al cementerio, vieron que el ataúd donde le habían metido estaba vacío.
Las ruinas de la casa en que se desarrollaron los dos sucesos se conservaban hasta hace poco en cierto carmen granadino.
(Leyendas de España)
Y sucedió que una tarde oyeron voces armoniosas, que debían de venir de algunos ocultos mancebos, que decían que nunca se casarían con los propuestos por el rey Abib; se lo aseguraban en nombre de los genios que habitaban el palacio. Cuando todo quedó de nuevo en silencio, las doncellas vieron con asombro, sobre sus regazos, tres preciosas sortijas iguales. Desde entonces, sólo pensaban en cómo serían aquellos jóvenes que permanecían ocultos a sus ojos. Cada una imaginaba que el suyo habría de ser el más arrogante. Si no oían sus voces a la hora acostumbrada, poníanse tristes, sin que sus esclavas lograsen averiguar la causa de aquella melancolía; ni su propio padre pudo hacer nada por saberlo, y, alarmado, se preguntaba qué era lo que había cambiado a sus hijas, antes tan alegres y despreocupadas.
Por fin, una tarde en que las tres princesas estaban sentadas en unos cojines, contemplando sus respectivos anillos, oyeron rumor de pasos. Alzaron los ojos, y ante ellas vieron a tres gallardos caballeros lujosamente ataviados. Admiradas, pusiéronse en pie, y observaron con asombro que los jóvenes traían en sus manos unas sortijas idénticas a las que ellas habían recibido. Uno de los mancebos avanzó hacia la más joven de las princesas, y le dijo que era el genio de las aguas; quería hacerla su esposa y llevarla con él a un maravilloso palacio que tenía bajo las fuentes de los jardines de Granada. La joven aceptó lo que se le proponía. Poco después, otro de los visitantes fue hacia la segunda de las princesas, y se presentó como el genio de los aires; deseaba conducirla a una mansión encantada, sobre los vientos y las nubes, donde vivirían en la mayor felicidad. También aceptó ahora la princesa elegida. El tercer joven se dirigió a la última princesa; era el genio de los jardines, y ponía a su disposición un palacio maravilloso hecho con pétalos de rosa. Cuando las tres princesas aceptaron las proposiciones de los tres genios, éstos, a cambio, dieron a cada una su estrella respectiva, para que, bajo su signo, sus vidas fueran siempre y en todo afortunadas.
Al enterarse el rey Abib de la fuga de sus hijas, mandó que registraran el palacio; mas todo fue inútil: en ninguna parte se encontró el más leve rastro de las princesas.
Cuando la gente supo lo ocurrido, no creyó que aquellos misteriosos raptores fueran genios -como afirmaba una vieja esclava que decía haber presenciado la escena-, sino unos guerreros cristianos que habían logrado burlar la vigilancia de los guardias de palacio.
Transcurrieron siglos. Un buen día fue a vivir en la casa que otrora fuera palacio del rey Abib un hombre de mediana posición, con su familia. Una vez llegó a sus oídos la noticia de que en aquella casa escondió el rey Abib sus tesoros, y desde entonces no cesó de buscarlos por todos los rincones. Levantó ladrillos, horadó muros; pero no logró encontrar nada. Desesperado, decidió vender su alma al diablo si le ayudaba a encontrar el codiciado tesoro. Pocos días más tarde, halló en una habitación de la casa un cofre lleno de monedas de oro. Su alegría no tuvo límites. Se había convertido de pronto en uno de los hombres más ricos de Granada. Mas poco después la familia empezó a notar cambios raros en su carácter; blasfemaba sin ton ni son y siempre quería estar solo. Parecía tener miedo a la compañía de los demás.
Pasó un año, y llegó la Nochebuena. Aquel día el hombre parecía más contento que de costumbre; veía que había pasado un año y el demonio seguía sin cobrar su ayuda. Por la noche salió de sus habitaciones y fue a donde estaba la familia. Empezó a beber vino alegremente, y de pronto le vieron palidecer. Aterrado, retrocedió hacia la pared, mientras hacía ademán de alejar a alguien. Acababa de ver al diablo, que con voz siniestra le pedía su alma a cambio de la ayuda prestada. La familia nada veía y, por lo tanto, no podía comprender lo que le ocurría, y poco después vieron asombrados cómo el hombre caía muerto. A continuación empezó a descomponerse y atribuyeron su muerte al exceso de vino que había bebido. Decidieron enterrarle lo antes posible, y cuando llegaron al cementerio, vieron que el ataúd donde le habían metido estaba vacío.
Las ruinas de la casa en que se desarrollaron los dos sucesos se conservaban hasta hace poco en cierto carmen granadino.
(Leyendas de España)
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