Algo pasaba con aquella familia de los Lourenzo de Lousada, y aun con los otros vecinos del lugar: cada vez eran más cortos de talla. El abuelo dio la de quintas, pero el padre ya se libró, que no llegó al metro y medio, y ahora los hijos de este ya aparecían enanos de vez: anchos, eso sí, y barrigudos pero a los quince años, sobre el metro de estatura. Los otros vecinos eran algo más altos que los Lourenzo, pero poco más. Los más, también librarían del servicio por cortos de talla. El abuelo veía aquella descendencia de los Lourenzo tan reducida de tamaño y se dolía.
— Vádesvos ter que ganar a vida como nanos!—le decía a los nietos.
Pero eso no le gustaba. Un día reunió a la familia y les explicó el proyecto que venía meditando desde hacía largo tiempo.
—Lousada —explicó—, es uma tierra muy buena, y las vegas del fondo, en la bajada del río, son de las mejores de la provincia. Ya veis lo que pasa con las patatas. Traemos simiente de la montaña, que son tierras duras y pobres, sembramos aquí en la valiña, y cogemos unas patatas hermosas. Si hiciéramos lo contrario, si llevásemos simiente de patata del valle a la montaña, la cosecha sería mala, ya que nuestras patatas iban de estas tierras viciosas a las tierras abesías, de allá arriba. Pues lo mismo que pasa con las patatas, pasa con la familia de los Lourenzo, cuyos somos, dispensando. Así, pues, hay que renovar la simiente, y tú, Francisco —dijo dirigiéndose al nieto mayor—, nada de amores con la hija del Vilán, que es de tu talla. Yo la quiero bien, que es muy reidora y trabajadora, y me gusta escucharla cantar- cuando viene del prado, pero tienes que buscar novia entre las más altas de Fornelos, que ya buscaremos en la feria del 23 la que más le convenga.
El nieto Francisco se resistía, porque le gustaba Antiña del Vilán, que le había bordado un pañuelo y era en verdad muy graciosa y pensaba hacerse peluquera de señoras. Pero el abuelo de los Lourenzo se puso serio, amenazó con desheredar, con vender tierras y marcharse a La Coruña donde tenía una sobrina, y al fin Francisco aceptó buscar novia en Fornelos, o permitir que se la buscasen, para comprobar si en humanos era cierta la teoría que acerca de las patatas sostenía el abuelo. A este, en la feria del 23, le gustó mucho una que se llamaba Cristina, alta, blanca, con mucha pechuga, piernas gordas y pie grande, muy seria, y lo que tenía de hermoso eran los ojos verdes. Era de familia conocida, y tenía muchos hermanos y primos. La fecundidad parecía asegurada. Volvieron a verse en otra feria del 23, comieron pulpo juntas ambas familias, y Francisco dio un paseo a solas con la Cristina por detrás de los toldos. Me dijo uno de Roces, que pasó cerca de ellos, que la Cristina tenía al Francisco en brazos, como quien le da un colo a un bebé. Habladurías, y quizás envidia de una moza tan hecha como aquella Cristina. Hubo boda, y vinieron hijos, que probaron, con su talla, lo acertado de la tesis del abuelo. A los diez años, los dos mayores ya le pasaban unos dedos al padre, y el tercero iba para gigante si seguía así. El abuelo le llamaba Sansón.
El abuelo se murió feliz riendo el excelente resultado que había imaginado, y la buena simiente que había traído de la montaña al valle. Debe haber una ley que lo rija todo desde las patatas a los humanos.
Alvaro Cunqueiro
— Vádesvos ter que ganar a vida como nanos!—le decía a los nietos.
Pero eso no le gustaba. Un día reunió a la familia y les explicó el proyecto que venía meditando desde hacía largo tiempo.
—Lousada —explicó—, es uma tierra muy buena, y las vegas del fondo, en la bajada del río, son de las mejores de la provincia. Ya veis lo que pasa con las patatas. Traemos simiente de la montaña, que son tierras duras y pobres, sembramos aquí en la valiña, y cogemos unas patatas hermosas. Si hiciéramos lo contrario, si llevásemos simiente de patata del valle a la montaña, la cosecha sería mala, ya que nuestras patatas iban de estas tierras viciosas a las tierras abesías, de allá arriba. Pues lo mismo que pasa con las patatas, pasa con la familia de los Lourenzo, cuyos somos, dispensando. Así, pues, hay que renovar la simiente, y tú, Francisco —dijo dirigiéndose al nieto mayor—, nada de amores con la hija del Vilán, que es de tu talla. Yo la quiero bien, que es muy reidora y trabajadora, y me gusta escucharla cantar- cuando viene del prado, pero tienes que buscar novia entre las más altas de Fornelos, que ya buscaremos en la feria del 23 la que más le convenga.
El nieto Francisco se resistía, porque le gustaba Antiña del Vilán, que le había bordado un pañuelo y era en verdad muy graciosa y pensaba hacerse peluquera de señoras. Pero el abuelo de los Lourenzo se puso serio, amenazó con desheredar, con vender tierras y marcharse a La Coruña donde tenía una sobrina, y al fin Francisco aceptó buscar novia en Fornelos, o permitir que se la buscasen, para comprobar si en humanos era cierta la teoría que acerca de las patatas sostenía el abuelo. A este, en la feria del 23, le gustó mucho una que se llamaba Cristina, alta, blanca, con mucha pechuga, piernas gordas y pie grande, muy seria, y lo que tenía de hermoso eran los ojos verdes. Era de familia conocida, y tenía muchos hermanos y primos. La fecundidad parecía asegurada. Volvieron a verse en otra feria del 23, comieron pulpo juntas ambas familias, y Francisco dio un paseo a solas con la Cristina por detrás de los toldos. Me dijo uno de Roces, que pasó cerca de ellos, que la Cristina tenía al Francisco en brazos, como quien le da un colo a un bebé. Habladurías, y quizás envidia de una moza tan hecha como aquella Cristina. Hubo boda, y vinieron hijos, que probaron, con su talla, lo acertado de la tesis del abuelo. A los diez años, los dos mayores ya le pasaban unos dedos al padre, y el tercero iba para gigante si seguía así. El abuelo le llamaba Sansón.
El abuelo se murió feliz riendo el excelente resultado que había imaginado, y la buena simiente que había traído de la montaña al valle. Debe haber una ley que lo rija todo desde las patatas a los humanos.
Alvaro Cunqueiro
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