Ocurrió en tiempos de la Conquista cristiana, cuando moros y cristianos moraban por estas tierras, algunas veces pacíficamente y, otras, no tanto. Eran el Cabezo y las tierras del lugar propiedad de un viejo y acaudalado emir, bondadoso con los suyos y fiel a su religión, aunque furioso por las nuevas leyes cristianas que se habían impuesto en aquellas tierras, las suyas, las que le vieron nacer a él, a su padre y al padre de su padre. Vivía el emir en un esplendoroso palacio, en lo alto del Cabezo Soler, donde antes habían vivido sus antepasados, y bien sabía que pronto debía tener herederos, pues de lo contrario, cuando él muriera, los cristianos se harían con todas sus preciadas posesiones, tan valiosas como antiguas, y tan arduamente labradas y obtenidas por sus predecesores.
Pero el pudiente mudéjar no se conformaba con cualquier dama, no. Quería, además, que su descendencia fuera tan bella como lo era él y como lo habían sido sus mayores. Urdió un intrincado plan para secuestrar a una joven doncella cristiana, de pelo oscuro y hermosa como una noche de luna llena. Cautiva, la retuvo en su palacio hasta que dio a luz y, acto seguido y sin piedad, acabó con su vida. Nadie sabría que aquella preciosa niña recién nacida procedía de un vientre cristiano, ya que era la hija de aquel rico emir y nadie se atrevería a cuestionar su procedencia.
Pasaron los años y, la joven doncella, huérfana de madre, comenzó a recibir numerosas proposiciones de casamiento. Su viejo padre, que comenzaba a ver su sueño cumplido, escogió a un buen amigo suyo, tan opulento como él. El emir se afanó en prepararlo todo: la ceremonia de enlace y el posterior banquete, así como el ajuar con que obsequiaría a su agraciada hija.
Pero era cosa del destino o, capricho de la naturaleza, que la joven doncella se enamorase de un joven y apuesto cristiano, con quien se veía a escondidas de su anciano padre y de su prometido. Juntos planeaban escapar de aquellas tierras y del destino que les esperaba si permanecían allí, impasibles. Solo deseaban forjar un futuro juntos, felices, lejos de tanta riqueza y opulencia. Sin embargo, su plan difícilmente podría ser llevado a cabo, pues las tierras del emir eran diariamente frecuentadas por jornaleros y comerciantes que hacían negocio con sus cultivos. Y ocurrió que un día, mientras una vieja mudéjar cosechaba alcachofas, descubrió a la joven pareja correteando entre unos árboles; la mujer, fiel al emir, puso en su conocimiento aquello que sus ojos habían visto, pues poco había más deshonroso que el hecho de que su hija fuera vista con un cristiano.
El emir, tras acabar con la vida de la joven cristiana después de haber dado a luz.
El hombre, inquieto por el futuro de su linaje y, a la vez, decepcionado por la transgresión de la joven, decidió seguirla, sin que esta se enterase, la próxima vez que saliera del palacio. Esa misma noche el emir, tan alerta como estaba, dirigía su mirada a cada sonido procedente del exterior del palacio. Se sorprendió al comprobar, en una de esas ocasiones, que era su hija dirigiéndose, a toda prisa y medio agachada, hacia un campo de almendros. Fue tras ella, armado y sin ser visto, y pronto pudo ver la cara del joven cristiano a la luz de la luna. El último advirtió una sombra, descubriendo al emir, quien salió colérico a su encuentro provocando una ardua riña hasta que, de repente, el estoque del cristiano perforó el cuello del anciano. Este, en su agonía, maldijo a la hija condenándola a vivir bajo tierra, donde también estarían su palacio y todas sus pertenencias. Si el joven cristiano la quería recuperar, solo tendría una oportunidad y sería al año siguiente, esa misma noche, en el solsticio de verano: debería llegar a lo alto de Cabezo Soler, justo a medianoche; frente a él, en el suelo, aparecerían tres cintas de diferentes colores y, si escogía la correcta, la joven mudéjar emergería ante él.
El joven esperó impaciente, apesadumbrado. Por fin llegó el esperado momento y emprendió su hazaña: era la noche de San Juan y en pocas horas se reuniría con su amada. Llegó hasta lo alto del Cabezo Soler, como le había indicado el emir, y esperó a la medianoche, a que aparecieran aquellas extrañas cintas de colores. Tiró de la verde y tuvo suerte, pues en sus brazos apareció, de repente, la joven encantada, quien le indicó la necesidad de llegar hasta el río, con ella en brazos, para que la doncella pudiera lavar sus pies heridos y así romper el hechizo que la tenía presa en aquel cerro. El joven, sin mediar palabra, se apresuró a bajar al río, pero su amada se iba haciendo a cada instante más y más pesada y, para sorpresa del que sería su héroe, por el camino aparecían monstruosas criaturas a las que el joven se debía enfrentar con una sola mano, sin soltar a la joven. Pocos metros quedaban ya para llegar al río cuando, exhausto y casi sin aliento, se topó de frente con el espectro del emir, causándole tal estupor que, sin percatarse, dejó caer a la joven y de inmediato todo se esfumó: el espectro, las extrañas criaturas, la joven… Desfallecido y decepcionado, regresó al pueblo y a las pocas horas murió, pues había envejecido cien años en una sola noche.
Algo similar debió encontrar el joven cristiano al intentar rescatar a su amada.
Desde entonces, cada cien años la doncella puede ser liberada durante la noche de San Juan. El joven que la encuentre y consiga llevarla al río Segura para lavarle los pies, obtendrá su libertad y las riquezas que escondía su padre, el emir, en el Cabezo Soler
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