Esta leyenda tiene como protagonistas a los mismísimos monjes de El Paular y lo que sucedió en el monasterio. Es una historia de monjes, mendigos y perros envueltos en llamas, de la que mejor no extraer conclusiones o moralejas porque las moralejas son para las fábulas, no para las leyendas, menos racionales y explicables.
Cuenta la leyenda que los monjes de El Paular abrían las puertas cada mañana para dar limosna a los pobres que hasta allí se acercaban. Siguiendo la costumbre, un día, uno de los mendigos habituales no acudió, o lo hizo tarde. Sin comida y aterido de frío murió a las puertas de la cartuja. Cuando los monjes descubrieron su cadáver decidieron darle sepultura, y lo hicieron excepcionalmente e infringiendo la costumbre monacal, en el claustro reservado a los monjes. Después de hacerlo, se retiraron a descansar a sus celdas, hasta las diez de la noche, hora en la que todos se reunían para orar en la sillería del coro.
A la hora prevista se hicieron sonar las campanillas de las celdas y los monjes salieron para cumplir sus obligaciones, pero todos ellos se encontraban más cansados que de costumbre. Extrañados, decidieron ver la hora que marcaba el reloj lunar del monasterio. Fue cuando descubrieron que habían sido llamados una hora antes que de costumbre. Atribuyeron el error al monje encargado de hacer las llamadas, pero la situación se repitió los días posteriores. Por ello, cuatro de los monjes más fornidos, armados con palos, y por lo que se ve, no muy amigos de las bromas, se escondieron alrededor del patio, esperando encontrar al saboteador de descansos.
Sin embargo, lo que pensaban era una broma se convirtió en una escena terrorífica. Comprobaron que un perro envuelto en llamas agitaba las campanillas de todas las celdas y que después, a toda prisa, acudía a esconderse en la tumba del mendigo al que habían dado sepultura en el claustro monacal.
Después de mantener una reunión urgente, concluyeron que tal vez el mendigo habría sido un pecador condenado a las llamas del infierno. Así que decidieron sacar el cadáver de su tumba y arrojarlo al estanque de la huerta. Dicen que desde entonces, todas las noches a las doce en punto se oyen, desde el estanque, los ladridos de un perro.
Como decíamos al comienzo, mejor no sacar conclusiones porque la más sencilla daría como resultado que no hay que confiar en nadie, menos aún si ese alguien es pobre; u otra más tétrica, que no hay que enterrar muertos ajenos en tu casa. Pero como dijimos, es una leyenda, no una fábula.
Guadarramistas
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