La casa de don Nicolás María de Guzmán, bulliciosa y alborotada en algún tiempo, a la muerte del duque se convirtió en un edificio abandonado y triste. Por muchos años aquella vivienda, situada en las afueras de Madrid, se mantuvo desalquilada y apartada del bullicio de la corte.
Un día se presentaron dispuestos a habitarla unos cuantos hombres embozados (probablemente grandes tahúres), a quienes interesaba el edificio por su apartado emplazamiento. Ocuparon sólo la planta baja y la dedicaron a celebrar secretas reuniones con personajes de su misma profesión.
Uno de los días en que más concurrida estaba la casa se provocó una violenta discusión por parte de algunos de los concurrentes, que fue creciendo en alboroto, sin que ninguno de los discutidores lograse convencer al contrario. De repente, en medio del vocerío, se abrió la puerta del salón y, ante el asombro general, apareció un hombre, pequeñísimo de estatura, pero de gesto grave, que les impuso silencio con expresivos ademanes. Sin más ni más y dejándolos a todos sobrecogidos por su extraña actitud, desapareció rápidamente sin decir palabra.
Volvió a promoverse el alboroto, pero esta vez fueron los nervios excitados de los concurrentes los que forzaron la discusión, con ánimo, más que de llegar a un acuerdo, de distraer el miedo que los invadía. No habían logrado tranquilizarse, cuando volvió a abrirse la puerta y se presentó en la sala otro enano no menos circunspecto, y con la misma pretensión de hacerles guardar silencio. Esta vez, más dueños de sí, y como defendiéndose de lo que les parecía cosa sobrenatural, intentaron atrapar al hombrecillo echándose sobre él; pero el enanillo desapareció graciosamente con la misma rapidez que el anterior.
Tras esta última escena pensaron aquellos alborotadores que quizá se tratase de habitantes de la planta superior, que por su extraña contextura no se atrevieran a frecuentar el mundo de los hombres normales; lo tomaron esta vez a broma y decidieron continuar la charla, dispuestos, si se repetía la escena, a emplear la violencia con una mayor habilidad. Siguieron, pues, la discusión, que a poco se convirtió en escándalo: tal era el ruido de las voces. De repente se volvió a abrir la puerta de la habitación y penetraron con paso rápido más de veinte enanos, que sigilosos y con energía extraordinaria, mas sin pronunciar una palabra, apagaron las luces y a latigazos echaron violentamente a los alborotadores, que esta vez huyeron aterrorizados de verdad.
Quedó la casa deshabitada, y con los años se olvidó el incidente, hasta que una noble dama, doña Rosario de Venegas, deseosa de tranlidad y sosiego, pensó en alquilar aquella mansión solitaria. La amuebló a su gusto, y un día, cuando ya ultimaba con su criado algunos pormenores de la capilla, echó en falta una imagen del Niño Jesús. Lo estaba haciendo notar a su sirviente, cuando vio aparecer por la puerta a un enanillo que venía cargado con las cortinas e imagen, dispuesto a entregárselas. La noble dama se desvaneció, decidió aquel mismo día abandonar la casa encantada a sus diminutos moradores.
Volvió a quedar deshabitado el edificio por algún tiempo, pero a oco un canónigo que no hacía gran caso de historietas, decidió alojarse en aquella tranquila mansión. Entre sus servidores contaba una lavandera que, ajena a la existencia de tan extraños personajes, marchaba todos los días a lavar la ropa a orillas del Manzanares. En una casión en que se encontraba allí, se desencadenó un fortísimo temporal y corrió a la casa a guarecerse, dejando la ropa sobre una silla a merced del vendaval y de la crecida del río. Lamentándose estaba por creerla perdida, cuando se abrió la puerta de la habitación y aparecieron unos cuantos enanitos trayéndola toda. Tal fue el sobresalto de la pobre mujer, que decidió no volver más por allí, para no encontrarse con aquellos hombrecillos, que más bien parecían misteriosos duendes.
Tampoco el canónigo se libró de su presencia, porque un día, en ocasión de necesitar un libro, vio aparecer junto a él a uno de estos enanos, que se lo entregó cortésmente. No paró ahí la cosa, ya que en otra circunstancia en que cometió un error, apareció otro duendecillo advirtiéndoselo y razonándole exactamente su equivocación. Aquello constituyó ya motivo suficiente para que el hasta entonces sereno canónigo decidiese abandonar la morada.
A partir de este momento la casa quedó vacía y ya nadie más se atrevió a alquilarla nunca. Los duendecillos, llenos como estaban del mejor deseo, debieron de marcharse también en vista de la incomprensión general, porque cuando, años más tarde, Fernando VI adqui- rió aquel famoso edificio, los serviciales hombrecillos habían desaparecido.
Vicente García de Diego
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