EL Seat 600, ese invento de los dioses que cambió la vida de muchos españoles para siempre. Había quienes incluso le ponían nombre y lo cuidaban como si fuera un hijo: lo lavaban, lo abrillantaban, le ponían agua, aceite, y ¡ay! si se rayaba...
Eso sí, conseguir uno era casi una misión imposible. En primer lugar, porque las primeras unidades, que se pusieron a la venta en 1957, costaban la friolera de 65.000 pesetas, lo que no estaba al alcance de cualquiera. Y, en segundo, porque había que esperar meses hasta que lo entregaran, así que comprar un 600 acababa convirtiéndose poco menos que en un sufrido embarazo. Pero poco importaba todo aquello. Lo importante era poder tener un «bólido» de cuatro ruedas con el que poder desplazarse y viajar adonde uno quisiera, sin depender de trenes o coches de línea.
¡Ah!, y, cuando por fin se recibía, ¡la familia ya podía irse de vacaciones en verano! O incluso un fin de semana ¡toda junta! Y <toda» quería decir: padre conduciendo, madre, abuelos, hermanos y hermanas, y, por supuesto, maletas y todo tipo de artilugios inimaginables. El milagro era no solo que pudiera meterse en el coche todo aquel «cargamento», sino también que se tardase menos de doce horas en recorrer un trayecto que hoy se haría en apenas cinco, teniendo en cuenta que el pobre 600 se paraba cada dos por tres, subir las cuestas para él era todo un triunfo y las ruedas a duras penas aguantaban tanto peso.
Estaba claro que el 600 se había convertido en un miembro más de la familia, al que había que cuidar y mimar. Por eso, muchos de los que alguna vez pudiero disfrutar de uno de ellos aún hoy continúan sintiendo outéntica nostalgia por él. ¡Dios mío, qué pena!
Orpea
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