En época lejana, el pueblo de Masegoso era muy rico y floreciente. Pero toda la riqueza se hallaba concentrada en dos poderosas familias que se profesaban un odio irreconciliable. La una era la de Julián Álvarez, que tenía una gran fortuna en ganados, y la otra la de Andrés Orozco, que se dedicaba a la agricultura y cuyos graneros eran los mejores del país, y suyo era también el torreón que aún se conserva en ruinas.
Andrés tenía una hija de diecisiete años, de extraordinaria hermosura. Adela, que así se llamaba, no iba, como las otras mozas, a las faenas del campo, y se pasaba la vida en casa sin más compañero de juego que un hermoso mastín. Julián sólo tenía un hijo, Manuel, mozo arrogante y generoso. Estos muchachos, educados desde la infancia en un ambiente de odio, no se habían mirado nunca.
El motivo del odio se remontaba a veinte años antes; sus abuelos se disputaban la propiedad del torreón y habían tenido un ruidoso pleito. Al morir el padre de Andrés, llamó a éste a su lecho de muerte, pidiéndole juramento de no reconciliarse nunca con su enemigo. Andrés juró, y el padre, agonizante, dijo: «Si lo incumples, desde el sepulcro vendré a castigar al perjuro». Murió el enfermo, y Andrés se consideró obligado a guardar en su pecho un rencor eterno.
Una tarde que paseaba Adela por el monte, la sorprendió una tempestad y tuvo que refugiarse bajo una frondosa carrasca negra, y allí esperó con su mastín a que aclarase el cielo. Quiso la providencia que Manuel se refugiase bajo el mismo árbol. Por vez primera se hablaron, y quedaron los dos enamorados; llegaron juntos a la entrada del pueblo y se separaron antes de que nadie los viera-, pero una vieja, tenida por bruja, la tía Avedícula, los había visto.
Al día siguiente la vieja esperó a que volvieran los muchachos, y cuando los vio sentarse bajo el mismo árbol, marchó corriendo a casa de Julián. Con todo sigilo, y a cambio de dinero, le dio cuenta del amor de Manuel por la hija de Andrés y, agarrándole de un brazo, le llevó al monte y le dejó escondido detrás de unas zarzas; mientras, ella se presentó en la era de Andrés, le llamó aparte y le comunicó que Adela estaba en el carrascal con el hijo de Julián. Después, diciéndole que la siguiera, le llevó detrás de unas peñas, y así agazapados estuvieron hasta que los muchachos pasaron delante de ellos y, llegando a la cruz de piedra, se despidieron. Adela corrió a la era de su padre, y Manuel, juntándose con los demás pastores, tocaba su zampoña más inspirado ahora por el amor de la muchacha.
Andrés llegó con semblante sombrío y, llamando a su hija, descargó su furia en amenazas y prohibiciones: antes la mataría que dejarla casar con Manuel. Julián amonestaba a su hijo en términos parecidos: aquel amor había que cortarlo por lo sano, si no quería caer bajo la maldición de un padre.
Pasó algún tiempo sin que Adela volviera a salir; encerrada en su casa, lloraba sin descanso; sus mejillas iban palideciendo y su mirada cubriéndose de melancolía. Manuel vagaba por los campos sin acercarse a los pastores, y tocando su zampona, pasaba largos ratos bajo la carrasca.
La tía Avedícula, pensando que el amor de los chicos pudiera darle una gran ganancia, se acercó a Adela, a la salida de misa, con palabras de Manuel que éste no dijo, y a Manuel con recados falsos de Adela; pero el muchacho, alentado con ellos, fue a consultar al párroco. El sacerdote le acogió con todo cariño, proponiéndose convencer a los padres; el primer sermón se lo dedicaría a ellos-, y al domingo siguiente, con el tema «Si no perdonáis, no seréis perdonados», puso tanto fuego y amor en sus palabras, que se oía el llorar de los fieles, y Andrés y Julián, arrodillados, no se atrevían a levantar la vista del suelo. Terminada la misa, el buen cura fue a visitarlos, consiguiendo de ellos una reconciliación y, fijándose la boda de los hijos, hicieron una fiesta en la que participó todo el pueblo. Los enamorados, confundidos entre la gente moza, danzaban locos de emoción y alegría. La llegada de un forastero, suspendió de momento la fiesta. Era el nieto de la tía Avedícula, que, licenciado del servicio y ascendido a sargento, volvía al pueblo, después de varios años. Lázaro, que así se llamaba el sargento, por la noche comunicó a su abuela sus deseos de casarse con Adela, que le había impresionado cuando la vio en el baile. ¡Difícil era conquistarla estando tan enamorada de Manuel!, pero el sargento creía poder desbancarle. Además, ¿no contaba con la ayuda de su abuela? Pues, ¡el triunfo era suyo!
La tía Avedícula ideó el plan.- recordando el juramento de Andrés a su padre y que lo había incumplido, pensó que Lázaro podría hacer de fantasma que volvía del sepulcro a castigar al perjuro. Aquella noche se oyeron ruidos de cadenas y gemidos de alma en pena en el torreón; varias mujeres lo habían oído y corrieron despavoridas a contarlo por todo el pueblo. Los padres de Adela se quedaron lívidos al saberlo.
El sargento preparó su mochila y se despidió de las gentes del pueblo, haciendo creer que se iba por veinte días.
A la noche siguiente, el pueblo en masa, apostado en el torreón, esperaba al fantasma; se volvieron a oír los ruidos y gemidos; se abrieron las puertas, y apareció una sombra que a paso lento llegó hasta la iglesia; las gentes huyeron a encerrarse en sus casas, y la familia de Andrés, casi sin vida, no dudaba ya de que fuera el alma de su padre que volvía para castigarlo. Siguió apareciéndose todas las noches hasta la víspera de la boda, y el pueblo, angustiado, trató de impedirla presentándose en casa de los novios. Los padres llegaron a resignarse a deshacer la boda; pero los dos enamorados, dispuestos a intentar todos los medios antes de separarse, imaginaron si el fantasma pudiera ser algún malvado. Manuel, con unos amigos, esperó aquella noche junto al torreón, y al sonar las doce y aparecer el fantasma fue recibido con una serie de disparos, cayó el ánima en tierra y todos reconocieron al sargento, que, sin heridas graves, pudo disparar su revólver sobre Manuel, matándolo.
Todo el pueblo se indignó contra el miserable, que perturbó la paz y asesinó al mejor mozo de la aldea, y Adela sintió que para ella se acababa la vida. Lázaro fue detenido, y un piquete de soldados se presentó muy de mañana para llevárselo. Al pasar por la fuente del pueblo, pidió permiso para beber, y mientras, echó en el agua unos sapos negros, venenosos, que le proporcionara su abuela.
A media mañana varios vecinos se sintieron enfermos y repentinamente murieron-, la alarma cundió por todo el pueblo, y por la noche no había casa donde no velaran un cadáver, y en las calles y plazuelas sólo se oían angustias de muerte. Los pocos que quedaron acudieron al sacerdote, que los llamó a misa para implorar la protección de Dios. Empezó el santo sacrificio en medio del mayor silencio interrumpido sólo por el ruido seco de algún cuerpo al caer. Cuando el sacerdote terminó el último evangelio, cayó muerto también; pasados los días, el pueblo era un enorme cementerio, sin aliento de vida. A los pueblos vecinos les sorprendió ver en el cielo una inmensa bandada de cuervos; cuando acudieron a enterarse, lo encontraron sembrado de cadáveres, y en el monte los pastores muertos junto a sus rebaños, bajo una carrasca, una niña blanca que parecía dormida.
(Vicente García de Diego)
Andrés tenía una hija de diecisiete años, de extraordinaria hermosura. Adela, que así se llamaba, no iba, como las otras mozas, a las faenas del campo, y se pasaba la vida en casa sin más compañero de juego que un hermoso mastín. Julián sólo tenía un hijo, Manuel, mozo arrogante y generoso. Estos muchachos, educados desde la infancia en un ambiente de odio, no se habían mirado nunca.
El motivo del odio se remontaba a veinte años antes; sus abuelos se disputaban la propiedad del torreón y habían tenido un ruidoso pleito. Al morir el padre de Andrés, llamó a éste a su lecho de muerte, pidiéndole juramento de no reconciliarse nunca con su enemigo. Andrés juró, y el padre, agonizante, dijo: «Si lo incumples, desde el sepulcro vendré a castigar al perjuro». Murió el enfermo, y Andrés se consideró obligado a guardar en su pecho un rencor eterno.
Una tarde que paseaba Adela por el monte, la sorprendió una tempestad y tuvo que refugiarse bajo una frondosa carrasca negra, y allí esperó con su mastín a que aclarase el cielo. Quiso la providencia que Manuel se refugiase bajo el mismo árbol. Por vez primera se hablaron, y quedaron los dos enamorados; llegaron juntos a la entrada del pueblo y se separaron antes de que nadie los viera-, pero una vieja, tenida por bruja, la tía Avedícula, los había visto.
Al día siguiente la vieja esperó a que volvieran los muchachos, y cuando los vio sentarse bajo el mismo árbol, marchó corriendo a casa de Julián. Con todo sigilo, y a cambio de dinero, le dio cuenta del amor de Manuel por la hija de Andrés y, agarrándole de un brazo, le llevó al monte y le dejó escondido detrás de unas zarzas; mientras, ella se presentó en la era de Andrés, le llamó aparte y le comunicó que Adela estaba en el carrascal con el hijo de Julián. Después, diciéndole que la siguiera, le llevó detrás de unas peñas, y así agazapados estuvieron hasta que los muchachos pasaron delante de ellos y, llegando a la cruz de piedra, se despidieron. Adela corrió a la era de su padre, y Manuel, juntándose con los demás pastores, tocaba su zampoña más inspirado ahora por el amor de la muchacha.
Andrés llegó con semblante sombrío y, llamando a su hija, descargó su furia en amenazas y prohibiciones: antes la mataría que dejarla casar con Manuel. Julián amonestaba a su hijo en términos parecidos: aquel amor había que cortarlo por lo sano, si no quería caer bajo la maldición de un padre.
Pasó algún tiempo sin que Adela volviera a salir; encerrada en su casa, lloraba sin descanso; sus mejillas iban palideciendo y su mirada cubriéndose de melancolía. Manuel vagaba por los campos sin acercarse a los pastores, y tocando su zampona, pasaba largos ratos bajo la carrasca.
La tía Avedícula, pensando que el amor de los chicos pudiera darle una gran ganancia, se acercó a Adela, a la salida de misa, con palabras de Manuel que éste no dijo, y a Manuel con recados falsos de Adela; pero el muchacho, alentado con ellos, fue a consultar al párroco. El sacerdote le acogió con todo cariño, proponiéndose convencer a los padres; el primer sermón se lo dedicaría a ellos-, y al domingo siguiente, con el tema «Si no perdonáis, no seréis perdonados», puso tanto fuego y amor en sus palabras, que se oía el llorar de los fieles, y Andrés y Julián, arrodillados, no se atrevían a levantar la vista del suelo. Terminada la misa, el buen cura fue a visitarlos, consiguiendo de ellos una reconciliación y, fijándose la boda de los hijos, hicieron una fiesta en la que participó todo el pueblo. Los enamorados, confundidos entre la gente moza, danzaban locos de emoción y alegría. La llegada de un forastero, suspendió de momento la fiesta. Era el nieto de la tía Avedícula, que, licenciado del servicio y ascendido a sargento, volvía al pueblo, después de varios años. Lázaro, que así se llamaba el sargento, por la noche comunicó a su abuela sus deseos de casarse con Adela, que le había impresionado cuando la vio en el baile. ¡Difícil era conquistarla estando tan enamorada de Manuel!, pero el sargento creía poder desbancarle. Además, ¿no contaba con la ayuda de su abuela? Pues, ¡el triunfo era suyo!
La tía Avedícula ideó el plan.- recordando el juramento de Andrés a su padre y que lo había incumplido, pensó que Lázaro podría hacer de fantasma que volvía del sepulcro a castigar al perjuro. Aquella noche se oyeron ruidos de cadenas y gemidos de alma en pena en el torreón; varias mujeres lo habían oído y corrieron despavoridas a contarlo por todo el pueblo. Los padres de Adela se quedaron lívidos al saberlo.
El sargento preparó su mochila y se despidió de las gentes del pueblo, haciendo creer que se iba por veinte días.
A la noche siguiente, el pueblo en masa, apostado en el torreón, esperaba al fantasma; se volvieron a oír los ruidos y gemidos; se abrieron las puertas, y apareció una sombra que a paso lento llegó hasta la iglesia; las gentes huyeron a encerrarse en sus casas, y la familia de Andrés, casi sin vida, no dudaba ya de que fuera el alma de su padre que volvía para castigarlo. Siguió apareciéndose todas las noches hasta la víspera de la boda, y el pueblo, angustiado, trató de impedirla presentándose en casa de los novios. Los padres llegaron a resignarse a deshacer la boda; pero los dos enamorados, dispuestos a intentar todos los medios antes de separarse, imaginaron si el fantasma pudiera ser algún malvado. Manuel, con unos amigos, esperó aquella noche junto al torreón, y al sonar las doce y aparecer el fantasma fue recibido con una serie de disparos, cayó el ánima en tierra y todos reconocieron al sargento, que, sin heridas graves, pudo disparar su revólver sobre Manuel, matándolo.
Todo el pueblo se indignó contra el miserable, que perturbó la paz y asesinó al mejor mozo de la aldea, y Adela sintió que para ella se acababa la vida. Lázaro fue detenido, y un piquete de soldados se presentó muy de mañana para llevárselo. Al pasar por la fuente del pueblo, pidió permiso para beber, y mientras, echó en el agua unos sapos negros, venenosos, que le proporcionara su abuela.
A media mañana varios vecinos se sintieron enfermos y repentinamente murieron-, la alarma cundió por todo el pueblo, y por la noche no había casa donde no velaran un cadáver, y en las calles y plazuelas sólo se oían angustias de muerte. Los pocos que quedaron acudieron al sacerdote, que los llamó a misa para implorar la protección de Dios. Empezó el santo sacrificio en medio del mayor silencio interrumpido sólo por el ruido seco de algún cuerpo al caer. Cuando el sacerdote terminó el último evangelio, cayó muerto también; pasados los días, el pueblo era un enorme cementerio, sin aliento de vida. A los pueblos vecinos les sorprendió ver en el cielo una inmensa bandada de cuervos; cuando acudieron a enterarse, lo encontraron sembrado de cadáveres, y en el monte los pastores muertos junto a sus rebaños, bajo una carrasca, una niña blanca que parecía dormida.
(Vicente García de Diego)
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