Donde hay patrón no manda marinero, y en Extremadura donde hay bruja no manda zángano. Pero, ¿qué es un zángano? Pues además del conocido insecto es como se llama en esta tierra a los hombres que están al servicio de las brujas, ayudándolas en sus quehaceres y alegrándolas en sus aquelarres.
La mayoría de los zánganos no son brujos, pues no tienen magia, pero suelen ser personas cercanas al brujerío, que reciben beneficios por los trabajos que realizan. El más destacado de sus menesteres es tocar el tamboril en las reuniones nocturnas, un tamboril a cuyo son bailan las brujas en los claros de los altozanos y en los calveros de los bosques.
En la alquería hurdana de Aceitunilla le contaron al antropólogo Flores del Manzano cómo un tratante de animales que venía de la alquería de Ladrillar, bien entrada la noche, vio en lo alto un cerro un corro de brujas bailando como locas. Y entonces se dio cuenta de que el zángano, el que hacía de tamborilero para las brujas, era un vecino de Asegur. Ni corto ni perezoso llegó incluso a hablar con él, aunque el vecino le advirtió que no dijera nada a nadie de lo que había visto, “o las pagaría bien caras”. Mucho caso no le hizo, porque si no no conoceríamos esta estupenda historia.
En otros lugares se cuenta que el zángano adquiere algunos poderes de las brujas, y que puede colarse en las casas, deslizándose y deformando su cuerpo a través de las diminutas chimeneas. Después, ya dentro de la estancia, se pone a taconear, zapatear y pegar martillazos indiscriminadamente. Esos sonidos, generados por el zángano (que también puede hacerse invisible), son temidos en muchas alquerías del norte de Extremadura, aunque a veces se les atribuyan a las brujas, que también se las traen por esos contornos.
Algunos hombres del campo que aún viven aseguraban a principio de los años noventa al periodista Iker Jiménez haber tenido la amarga experiencia de toparse por sorpresa y en plena noche con una comitiva de brujas de diversas alquerías bailando alegremente alrededor del zángano, quien aporreaba toscamente un tamboril, «del que salían muchas luces», que producía los mismos sonidos sordos y arrítmicos que luego retumbaban en algunas casas. Tío Aurelio, que vivía en un pueblo limítrofe con Las Hurdes, intentaba recordar aquellos sonidos difícilmente olvidables que se presentaron en su casa golpeando con la base de una rama de cerezo y en presencia de otros colegas de su quinta, que asentían sin dudarlo.
—¡Pam, pam, pam… Pam, pam pam…! Así eran esos ruidos malditos, hijo.
En los años 50, la carretera que pasa por Vegas de Coria era un simple camino polvoriento cerca del cual pasaba (aún pasa) un pequeño regato. A él se aproxima una noche Gregorio Martín Domínguez, que trae una carga de vino desde la sierra de Francia hasta Las Hurdes. El buen hombre anda ya cansado y se dispone a refrescarse cuando escucha una música extraña. Con la mosca detrás de la oreja se esconde tras unos arbustos, dispuesto a espiar a quien tanta ganas de fiesta tienen a esas horas de la madrugada. Suenan instrumentos de todas clases, todos juntos, al mismo tiempo y cada vez más cercanos, por lo que Gregorio decide acurrucarse y esconder bien su vino junto al camino, no sea que los juerguistas se lo fuesen a afanar.
A los pocos segundos aparecen junto al río seis u ocho extraños personajes bailando de un modo frenético. Visten con ropa blanca que brilla y su rostro es pálido como la muerte. En un momento dado se colocan en círculo y otro individuo, vestido del mismo modo y con la cara “larga y fascinerosa”, comienza a manipular algo parecido a un cuadrado, del que parece surgir aquel sonido acompañado de diversas luces que se reflejan en los campos y aguas que rodean la escena. Un movimiento inconsciente de Gregorio le hace caer hacia delante, deteniéndose en seco toda la algarabía. En aquel mismo momento, las formas fantasmales desaparecen disolviéndose en el aire como por arte de magia.
Gregorio al menos puede afirmar que vio a los misteriosos “bailantes” , porque hay otros que ni siquiera pueden verlos. En la Raya, la frontera con Portugal, en el caserío de las Huertas de Cansa, muy próximo a la fuente de la Portuguesa, cuentan cómo un joven fue a ver a su novia, y de regreso, de noche, a quinientos metros de la frontera, cerca de la Pitaraña, escucha perfectamente bailes y risas. Al volverse para ver qué pasaba, descubre que allí no hay nada. Continúa su camino y vuelve a oír aquel jolgorio detrás de él, y tantas veces como se vuelve para ver qué sucede, descubre que allí no hay nadie ni nada.
Solo la luna.
Y el sonido discordante de la música del zángano y la risa hechicera de las brujas.
(Hoy)
No hay comentarios:
Publicar un comentario