viernes, 16 de agosto de 2024

Pedro el Pecador - Sevilla

 

Don Pedro de Santillana era el hombre a quien nada ni nadie se resistía. Todo cuanto se le antojaba tenía que conseguirlo. No conocía freno a sus deseos, ni concebía que nada pudiera oponerse a ellos.
Así, una tarde, bebiendo en una taberna con algunos amigos, uno de ellos habló de la belleza de Laura de Moncada, a quien pretendía como esposa. Don Pedro de Santillana, que tampoco podía soportar que nadie hablara de una mujer delante de él, apostó contra su amigo que le quitaría la dama en cuestión.
Aceptó don Luis -que así se llamaba el amigo- la apuesta, y una noche don Pedro rondaba, como tantas otras, la casa de doña Laura de Moncada. De pronto abrióse la puerta de la casa y apareció por ella un hombre con un farol. Era el padre de Laura, quien exploró la calle, para cerciorarse de que estaba solitaria. Hizo entonces una seña y salió una joven, que, aunque velada, en su porte se adivinaban juventud, belleza y señorío. Detrás de la joven iba don Luis, el amigo de don Pedro de Santillana.
Acercóse éste al grupo y saludó al amigo con quien apostara la conquista de la dama. Éste contestó al saludo e intimó a Pedro el Negro -que por este nombre era conocido el de Santillana- a que dejara libre el camino. Recordóle entonces éste la apuesta que hicieran, diciendo que venía decidido a ganarla aquella misma noche.
Desenvainó el acero don Luis; pero don Pedro había sido más rápido, y de una sola estocada atravesó al anciano padre de Laura, que estaba desarmado y desprevenido. Don Luis, indignado por tal acción, peleó como un valiente con el osado; pero fue vencido por Santillana, que era un maestro en el arte de las armas.
Una vez muertos sus dos contrincantes, don Pedro tomó en brazos a Laura, que se había desmayado, y corriendo hacia la esquina, la colocó en una litera que guardaban algunos de sus criados. Una vez bien echadas las cortinas de la litera, para que ningún importuno pudiera ver quién iba dentro, se alejaron a escape de aquel lugar.
Era ya de madrugada cuando don Pedro salía a caballo de Sevilla, por la carretera de Granada. Junto a sí, apretándola contra su pecho, llevaba a Laura de Moncada, pálida y descompuesta. La infeliz no tenía alientos más que para suspirar de vez en cuando. Las lágrimas caían dulcemente por sus mejillas.
En Granada tenía Pedro el Negro un hermoso palacio, donde instaló con todo lujo a Laura de Moncada.
Lo que empezara por ser un capricho, una apuesta, una bravata, habíase convertido para Pedro de Santillana en un amor verdadero. Él, que siempre había hablado a las mujeres en tono dominador, suplicaba ahora humildemente un poco de cariño.
Una tarde descansaba Laura, tumbada en un diván, hermosa como nunca. Frente a ella, en un sillón, don Pedro, suplicando, como siempre, un poco de amor, que ella negaba insistentemente.
Aquel día estaba Pedro más excitado de nervios que de costumbre. La negativa de la joven lo exasperó, y se levantó, iracundo, del sillón, para acercarse a ella. Laura, entonces, sacando una daga de entre los pliegues de su vestido, apuntóla sobre su pecho, diciendo al caballero que si ponía sus manos en su persona, se hundiría la daga en el corazón.
Pedro el Negro, dando un brinco, se arrojó sobre la infeliz Laura, que se batía con toda su fuerza. Desmayaba ya la joven en su defensa, cuando llamaron a la puerta de un modo violento. Eran los soldados que venían a prender a Pedro, en nombre del rey, por el asesinato del de Moncada y de don Luis, el prometido de Laura.
Pedro de Santillana, dejando a la joven, saltó por una ventana al jardín. Bajaron tras él los soldados, y el caballero, de un golpe, desarmó a uno de ellos. Cogiendo la espada del vencido, atravesó con ella al otro. El que había quedado desarmado echó a correr, temiendo por su vida.
Pedro el Negro pensó que si le dejaba escapar, hablaría y serían tres los asesinatos de que se vería acusado. Debía, pues, matarle a toda costa.
Corrían ambos a campo traviesa. Delante iba el soldado, tropezando en todas las piedras y matorrales del camino, temeroso y desarmado. Detrás corría el caballero, con la espada desnuda y el deliberado propósito de matarle.
Llegaron á una encrucijada, en la que había una cruz de piedra. El soldado, viéndose perdido, pues el caballero ya casi le alcanzaba, abrazóse a ella, y mirando desesperadamente a la imagen de Jesucristo, pidióle por favor que le salvara en aquel trance.
Pedro el Negro, sin hacer caso de la cruz ni de la invocación del infeliz soldado, llegó junto a él y levantó la espada para descargarla sobre su cabeza. Pero el brazo que tan fieramente habíase levantado, quedó inmóvil, con la espada en alto.
No había sido el temor, ni el respeto, lo que le había detenido, sino una voz que, con acento solemne, le había dicho: «¡Detente!».
Bajó despacio el brazo, y con la mirada buscó a la persona que había hablado.
Allí, en el camino, muy cerca de ellos, había un anciano de larga barba, vestido con el tosco sayal de los ermitaños. Miraba a Pedro con una dulce y compasiva expresión en los ojos. «¿Qué ibas a hacer, desgraciado? -dijo a Pedro el Negro-. ¿No sabes que debes refrenar tus ímpetus, dominar tu cólera y perdonar las ofensas?»
Continuó hablando el anciano, y Pedro el Negro fue suavizando la expresión de su cara, hasta que, cayendo de rodillas a sus pies, imploró su perdón. Díjole el ermitaño que no era él, sino Dios, quien debía perdonarle.
Don Pedro de Santillana abandonó desde aquel momento su vida turbulenta y licenciosa y se fue con el ermitaño a hacer penitencia.
Un año después, en un convento de Granada profesaba una novicia. Era Laura de Moncada.
Había pronunciado ya sus votos, cuando, abriéndose camino entre los asistentes, acercóse un hombre de extraño aspecto. Vestía un sayal, sucio y desgarrado. Su cara, pálida y demacrada, estaba cubierta por una larga y descuidada barba.
Todos se separaron para dejarle paso. Laura, mirándole como fascinada, quedóse sola en el centro del templo. El hombre hincóse de rodillas ante ella y con voz temblorosa pidióle que, por amor de Dios, le perdonara su ofensa y el crimen que en la persona de su padre había cometido.
Conocióle entonces Laura de Moncada. Era Pedro de Santillana, el asesino de su padre. Compasiva, apenada por el profundo dolor que se reflejaba en el rostro del hombre, perdonóle, y aún añadió que le deseaba que Dios le otorgara también su perdón. De esta manera, se convirtió Pedro el Negro en Pedro el Pecador.

(Vicente García de Diego

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