E| monasterio de Fresdeval se halla situado en la cumbre de un monte que parece partido en dos por un capricho de la naturaleza.
En una de esas dos mitades hay una ancha meseta, que termina, a la derecha, por un cabezo que bien pudiera tomarse como un mirador, desde el cual puede apreciarse buena parte de Castilla, con Burgos en primer término.
Un anciano octogenario, nacido en las inmediaciones de Fresdeval, contaba en cierta ocasión la siguiente leyenda:
En la noche del día de Difuntos, la noche en que todos los muertos tienen libertad, concedida por Dios, para visitar a las personas o lugares que más amaron en vida, un hombre, vestido con una oscura cota de malla, tocado con un yelmo y embrazando un escudo negro, aparece de pronto, montado en un soberbio caballo engualdrapado, de entre los matorrales. A buen paso de su caballo, sube hasta la meseta. Una vez allí, se encamina hasta el cabezo y contempla largo rato a Burgos, y todo el trozo de Castilla que su mirada puede alcanzar.
Cuando parece que su vista está ya saciada en la contemplación del paisaje amado, tira las bridas de su montura y empieza a galopar alrededor de la meseta, haciendo cabriolas y empuñando su lanza, como si tomara parte en una justa o torneo. Cuando ya el caballo parece fatigado, vuelve a encaminarlo despacito hacia el cabezo, contempla de nuevo todas aquellas tierras, y baja al paso, desapareciendo en un recodo del camino.
Según el anciano que contó la leyenda, el hombre es Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, que sale de su tumba y visita su amada tierra, aquel Burgos que tanto amó en vida.
Vicente García de Diego
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